
Gobiernos resilientes: el desafío de la innovación pública
Por Carlos Miguel Rodrigues (@Carlosm_rod)
El término resiliencia proviene del latin resilio, que significa “volver atrás, volver de un salto, resaltar, rebotar”. Su formulación original, proveniente de la física, alude a “la capacidad de un material elástico para absorber y almacenar energía de deformación”. Posteriormente, el concepto fue adoptado en la psicología positiva para referirse a “la capacidad humana de asumir con flexibilidad situaciones límite y sobreponerse a ellas”.
El vocablo se ha popularizado en los últimos años, extendiéndose a los más diversos campos. Hoy en día es habitual oír sobre la resiliencia como atributo de los ecosistemas, las economías, las ciudades o la arquitectura. En este sentido, el calificativo de “resiliente” apunta a resaltar la capacidad que deben desarrollar los sistemas para adaptarse de manera inteligente, flexible y proactiva a los desafíos derivados de los contextos crecientemente complejos, inciertos y conflictivos en los que nos movemos.
Los gobiernos no son ajenos a esta dinámica. Se trata de un desafío mayor, que demanda de las instituciones públicas no un simple cambio de instrumentos o normas sino una profunda modificación de las lógicas de acción. En un entorno de cambios acelerados e impredecibles como el actual, los gobiernos no pueden seguir pretendiéndose actores unitarios, racionales y jerárquicamente superiores, responsables de dirigir y controlar una sociedad simple y estable. En ese sentido, buena parte de los problemas que podemos identificar en la acción pública pueden atribuirse, en mayor o

menor medida, al desfase que se ha producido entre una sociedad crecientemente compleja, diversa, dinámica y exigente, y un aparato público aún demasiado centralizado, uniforme y lento, apertrechado con pocos y muy estandarizados recursos.
En la literatura especializada abundan los planteamientos y propuestas sobre cómo encarar esta modernización de la acción pública, articulados alrededor de términos como “gobernanza”, “Nueva Gestión Pública”, “administración deliberativa” y, más recientemente, “gobierno abierto”. En general, estas nociones dan cuenta de la necesidad de institucionalizar una nueva forma de gestionar lo público, en la cual las decisiones surjan de dinámicas colaborativas que atraigan y reúnan los recursos, el conocimiento y las capacidades que se encuentran dispersos tanto dentro de los gobiernos como fuera de ellos.
En este marco, los gobiernos deben desarrollar características resilientes, que le permitan: 1. Comprender las dinámicas del cambio social, adelantarse a posibles eventos disruptivos y adaptarse inteligentemente a las nuevas tendencias y fenómenos emergentes; 2. Desarrollar lazos de confianza e incentivar la cooperación con actores gubernamentales, sociales y mercantiles, locales o internacionales, en función de la producción de valor público; 3. Forjar y gestionar estratégicamente estas redes de cooperación, asegurando mediante su eficaz funcionamiento la legitimidad y eficacia de la acción pública; y 4. Fomentar la innovación mediante la incorporación y el apoyo a las iniciativas de cambio y la eliminación de las barreras y bloqueos impuestos por los intereses tradicionales.
La agenda de reformas que está en discusión en América Latina apunta en esta dirección, con nuevos mecanismos para la participación, la transparencia y la cooperación emergiendo por doquier. Sin embargo, el riesgo radica en que los intereses y grupos de poder tradicionales bloqueen las iniciativas de cambio, limitándolas a modificaciones superficiales de los procesos de gobierno, sin alterar la estructura ni el paradigma de la gestión. Construir viabilidad política a las reformas es un asunto de primer orden para garantizar su éxito.
La lógica del gobierno resiliente es compleja y difícil, pero es la apropiada para dirigir la acción pública en tiempos que son tanto o más complejos y difíciles.
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